Las primeras gotas de lluvia comenzaron a caer con timidez. De entre la bruma que vagaba sobre el mar surgió una carabela enarbolando la bandera pirata. Deslizándose como un fantasma, dividiendo las olas a su paso. Impertérrita e inconmovible sobre el océano.
Un gemido generalizado invadió toda la cubierta cuando vieron ondear la Jolly Roger. Sin piedad, todos a bordo lo sabían, salvo los inocentes pasajeros que se embarcaron en esa aventura.
El terror los paralizó durante unos preciados segundos, observando como la nave se abría paso entre la niebla, lanzando otra ráfaga de cañonazos. Los artilleros apenas tuvieron tiempo de cargar sus cañones antes de que las culebrinas del barco pirata comenzaran a causar estragos en el casco del galeón. Los falconetes enemigos comenzaron a hacer su trabajo, diezmando el groso militar que viajaba en el navío. Arcabuceros y mosqueteros dispararon sus armas, llevándose con sus disparos a algunos piratas preparados ya para el abordaje; hachas, sables y dagas en mano.
La mesana fue la primera en caer, seguida por el trinquete. Se desplomaron sobre la cubierta del barco mercante, obsequiándolos con una lluvia de astillas incandescentes. Los gritos desesperados de las damas que viajaban a bordo se mezclaron con los rugidos de júbilo de los piratas, extasiados ante la promesa de un sustancioso botín. Ni siquiera sus esposos lograban tranquilizarlas. Los más afortunados habían corrido, guiándolas para esconderse en sus camarotes. Ingenuos, eso no los salvaría de la muerte.
Estaban perdidos, tal era la certeza que a los marinos se les encogía las tripas. Sin velas jamás podrían huir. Si salían de esa, ni siquiera podrían llegar a puerto con las escasas provisiones de las que disponían. Montalvo ordenó bajar a media asta la bandera, en un intento de rogar clemencia por los desdichados a su cargo. Confiando encontrar en el otro capitán ese honor pirata del que muchos hablaban.
Cómo se esperaba, y sin defraudar a nadie, no hubo piedad. Tal y como la tormenta descargó su furia, los piratas cayeron sobre ellos, mutilando, desgarrando y matando todo a su paso con tal violencia que jamás habrían ganado esa batalla perdida de antemano.
Sólo unos minutos les llevó acabar con la vida del centenar de personas que viajaban a bordo. No buscaban prisioneros, tampoco querían el barco, sólo les interesaba el botín que después podrían vender a buen precio, y que se apresuraron a cargar antes de que el galeón sucumbiera e iniciara su último viaje al fondo del mar.
El viento disipó la cortina de humo, haciendo visible los restos del navío naufragado. En su interior viajaban las pobres almas que no habían tenido la fortuna de morir durante el abordaje, y que desde ese momento descansarían para siempre en su última morada.
—Capitán —gritó uno de los piratas, asomado a estribor.
—¿No quieres tu parte del botín, Murray? —preguntó el aludido, sacando de entre los tesoros requisados una espada con hermosas incrustaciones en el guardamano.
—Mire, capitán —insistió de nuevo, señalando hacia un punto en concreto.
De dos zancadas, Jack Reaper, capitán del Lady Mort, recorrió el corto espacio que los separaba y se asomó por la borda.
—Hemos atrapado un suculento pescadito, señor —rió uno de los piratas, dejando ver una sonrisa desdentada, y que por un momento, había olvidado su parte del botín ante la nueva distracción.
—Mátalo —ordenó Reaper.
Murray sonrió, se sacó la pistola del cinto y apuntó al jovenzuelo que se aferraba a duras penas a un trozo de madera que antes había formado parte del casco del galeón. El sonido del disparo rompió el silencio impuesto por la dulce calma posterior a la tormenta.